lunes, 7 de marzo de 2011

Tapana island

Es cierto que a lo largo de estos dos años que llevamos deambulando un poco de aquí para allá he conocido personajes dignos de ser mentados, amados o evitados. Los que aquí os presento, queridos amigos, para quienes no los conozca, son un ejemplo de entrega a los ideales, dignidad y sueños realizados. Son los Tapana

Un aspecto de cómo es la isla en la que viven nuestros amigos y las instalaciones que construyeron para crear su propia vida

Tapana es una pequeña isla del grupo de las Vava’u, al norte de Tonga. Es una pequeña isla cercana a Neiafu, la capital del Vava’u, que se encontraba deshabitada hasta que llegaron María y Eduardo, los Tapana a partir de entonces.
Eduardo y María abandonaron sus vidas en España hace alrededor de veinticinco años, ya ni se acuerdan, con un velerito de trenta y seis pies, enorme para la época, poca o ninguna experiencia, y muchas ganas de emprender una nueva vida, alejándose de una existencia anodina y un país que no les colmaba. Ella de Valencia, él de San Sebastián, comenzaron su singladura con poco o ningún dinero, hacia el oeste, acompañados en todo su periplo por Pepe, hermano de Eduardo y su hijo Papu, de diez años, que conformaban la flotilla con el “Siete de marzo”, su veinticuatro pies.
Los avatares y experiencias que acumularon durante sus navegaciones serían suficientes para llenar muchas páginas de un libro colmado pasiones e ilusión. Se dedicaron entre sus múltiples ocupaciones al transporte de cerdos en su velero en el Caribe, de copra en el Pacífico, compraron una isla en Polinesia francesa, y qué sé yo cuántas cosas más habrán llenado una vida intensa vivida con gozosa humildad .
Hasta que llegaron a Tonga, que si hoy en día está lejísimos, imagino que hace venticinco años sería como llegar a la luna, y donde una cultura ajena a nuestro entendimiento les tendió la mano. Allí se instalaron, se hicieron con la pequeña isla de Tapana y montaron un pequeño restaurante donde los escasos turistas que llegaban pagaban contentos la paella (por cierto, exquisita) que cocinaban y el espectáculo de folklore español que ofrecían como complemento.
Y el restaurante se llamó “La paella”, y es como se sigue conociendo hoy en día, donde no cocinan y ofrecen una comida española ni tocan y bailan flamenco, si no que regalan fragmentos de amor a la vida regados con fotogramas de España. Se convirtió por el inefable boca a boca en un lugar de peregrinación para cuantos españoles errantes llegan a esas latitudes que son obsequiados por el cariño y buen ritmo vital de María y Eduardo, y para todo turista alegre que cae en sus aguas.

La mesa lista para el agasajo, del que dimos buena cuenta
Y la estrella de la noche, que después de unos entrantes pantagruélicos supo a gloria bendita

Aquí tenemos a la formación básica en el escenario; guitarra, percusión y acompañantes, todo un verdadero espectáculo que nada tiene que envidiar a nadie. Faltó el baile de María con su traje de luces, pero la disculpamos y el baile ese lo pusimos nosotros.

Bueno, algunos de nosotros actuaron de interpretes solistas sumándose al sarao. Fueron acogidos de muy buen grado

Mi tocayo Eduardo, hombre multiinstrumento. Toca y canta como dios

Pepe, hermano de Eduardo, vive actualmente en Nueva zelanda, mientras que Papu creció buceando entre los arrecifes y ha logrado esculpir una vida admirable por donde se mire. Fue acogido por una familia tongana que lo adoptó y crió. Hoy en día está doctorado en filología hispánica por la universidad de Auckland, donde ha sido profesor titular hasta que decidió volver a sus arrecifes y cuidar de que sus cinco hijos crezcan con los mismos valores que él conoció. Todavía no ha vuelto a España desde que salió siendo un crío. A sus tíos he tenido la suerte de volver a verlos en una reciente visita a España. Agradezco que haya podido disfrutar tanto de su compañía como de su manera de entender la vida, otra de las ventajas que tiene viajar.

Papu, quien a pesar de no haber vuelto nunca a su tierra, parece que no se fue, a juzgar por su aspecto. Todo un individuo.

El "Siete de marzo" fondeado en el puerto de Naiafu. Venticuatro pies. Con esto cruzaron medio mundo; sin motor, sin luces, con cartas calcadas, con una cocinilla de keroseno y con mucho arrojo, un padre y un hijo emprendieron una aventura anónima. Y luego miro el Nirvana, se me caen los anillos y me sonrojo de vergüenza.

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